Escribía y las palabras seguían saliendo. Chorreaban sobre
la pagina como lo harían lagrimas sobre las mejillas; lentamente, pero con un
seguro destino de devolver todo a la tranquilidad. Pensaba y pensaba, se
devanaba los sesos; era tan difícil hallar un camino en su mente sin perderse
entre las miles de imágenes que desfilaban frente a él. Era como caminar en un
laberinto, continuamente se encontraba con pasillos que terminaban en una alta,
fría e impasable pared. Todo lo que escribía ya había sido escrito, todo cuanto
decía era una combinación de palabras gastadas y viejas utilizadas por todos
aquellos que antes de él, se vieron presos en una lengua que los obligara a
conceptualizar su sentir. Pero sentía, y esto no tenía nada que ver con lo que
sentían los demás; esto era algo único, propio. Nunca nadie había sentido lo
que recorría su torrente sanguíneo; nunca nadie había sentido esa palpitante aglomeración
de sensaciones, imágenes, sentimientos, ideas… y nunca nadie la sentiría; era
suya, porque en ese momento emanaba de cada poro de su cuerpo, regodeándose en
cada curva e imperfección de su piel. No había manera de describirlo y nunca
nadie la hallaría. Lo que sentía, si es que se le podía definir así, era indescriptible.
Cualquier intento de describirlo lo encasillaría en uno de tantos y tan
estereotipados “sentimientos”; perdería su excepcionalidad. Y no era porque fuera mejor o superior a lo que sentía el resto de la humanidad. Era porque se
negaba a arrojarlo a un incompleto mar de letras, palabras, sintaxis y gramática
que le arrancaba la esencia a todo.
Pero es todo con lo que contamos – pensó. Y se negó a
creerlo. Se dedico a rechazarlo con todo su inútil esfuerzo. No había manera de
salir de él. ¿Cómo podía transmitir lo que sentía si sólo contaba con 27 aliados,
cautivos de antiquísimas concepciones?
Entonces ella lo besó. Y él lo comprendió todo.