martes, 31 de diciembre de 2013

Supongo que comenzaré esto con “Un año más”, puntos suspensivos. A guisa de pretexto, trescientos sesenta y tantos días tirados a la basura me sirven para una sola cosa: la incómoda comprensión, no sin un toque de horror, de que todas las imágenes cursis con dos copas de champaña, fuegos artificiales, serpentinas y un mensaje más trillado que el hijo bastardo de Coelho y Arjona (el de los últimos años, yo también amaba sus canciones en los tiempos de “Si el norte fuera el sur”. Cualquier disco anterior a “Santo pecado”, de hecho), que inundan las redes sociales, tienen razón. Siendo honesto, siempre le he restado varias decenas de puntos al coeficiente intelectual de cualquiera que me etiquete en una de ellas. Hablan de deseos y resoluciones, de olvidar y recomenzar. De ir al gimnasio, adoptar un perro, viajar por el mundo, atinarle a la taza y aprender francés. La Santísima Trinidad se convierte en salud, dinero y amor, y se escurre empalagosa en los belfos cada vez que, a falta de ideas originales, se la deseamos a alguien. 
Pero el cuerpo vive de hábitos y cada vez que el frío (pinche frío hijoesuputamadre, por cierto) y los últimos días de diciembre se acercan, una vocecita en el fondo de mi cabeza comienza a reclamarme por todos los ratos de ocio derramados tan inmerecidamente; taladra por dentro y detrás de la oreja que toda la postergación (procrastination; como quiera llamarle), los “cinco minutos más” y todo el potencial que tenemos invernando e hibernando, que no es lo mismo, engorda junto con nosotros a cada bocado de recalentado navideño y trago más que ocasional de Noche Buena. Esa voz, que por motivos de marketing todos conocemos como espíritu navideño, es el combustible perfecto para hacer promesas que pocas veces llegan a Pascua.  
Pero, ¿qué hacer cuando a tu alrededor la cartera adelgaza, la cintura se ensancha y en febrero todos tienen una horrible migraña por fingir durante dos meses disfrutar algo que en realidad odian? En serio, ¿qué carajo hacer? Porque deprimirse y refugiarse en el sitio de confort predilecto a soñar con lo genial que será el año que viene ya lo hice el año pasado –y uno antes de ése y el anterior y el anterior, etcétera–. 
Cargo con una bolsa de propósitos sobre el cuello, algunos nuevos y otros viejos casi sin estrenar, y la bolsa se hace más pesada conforme me acerco con cada hora a las doce campanadas –que nunca he escuchado–, reclamando la realización de su contenido. Unos tragos, una cruda emocional y otra bastante real después, despierto en las primeras horas de la tarde del primero de enero, con la determinación un poco mellada y sin recordar la mitad de lo que mi gran bolsa de propósitos tenía adentro. Vuelve a comenzar.

Lo que hace a este año diferente, y a lo que se refiere mi horror, es que por primera vez en veintitrés, casi veinticuatro años (¡cuánta experiencia! ¡Todos aprendamos de la inmensa sabiduría de este mocoso!); mi obviamente superdotado cerebro se dio cuenta de que el borrón y cuenta no existe, que las posibilidades siempre están ahí pero las oportunidades se desperdician y tal vez lo más importante de todo: que YOLO, si le quitas el swag, tiene todo el sentido del mundo. Súbitamente me golpeó la certidumbre de que si continúo sin hacer lo que no hice en años pasados, no va a llegar un milagro divino de alguna religión desconocida a darme fuerza de voluntad y la correcta alineación de circunstancias para que mi vida tome el curso que siempre sueño despierto pero que nunca, por sus similitudes con Hollywood, me atreví a considerar. Y entonces pensé “¿Qué demonios estoy haciendo? Si sigo relegando al próximo año las cosas tal vez llegue a un punto en mi vida en que me daré cuenta de que nunca adopté un perro o viajé por el mundo o le atiné a la taza o aprendí francés…”.  Y como mi ego siempre está preocupado por mi atormentado trasero, decidí extrapolarlo a todos aquellos fuera de mi radio de interés. El resultado fue horroroso. Me encontré con una mueca de asco y los ojos clavados en el vacío (añada música de suspenso) pensando que realmente apestaría ser considerado como el que nunca hizo algo. El que nunca aprendió un segundo idioma. El que nunca leyó un libro. El que nunca practicó deporte. El que nunca tocó un instrumento. ¡El que nunca cogió, por el amor de dios! Incluso el que nunca sufrió, el que nunca estuvo en una pelea, el que nunca hizo el ridículo. Las posibilidades me sobrecogieron. Me identifiqué con tantos nuncas que tuve que parar. Cada uno me acercaba más a la irrelevancia total y decidí que no quiero ser irrelevante. Que no quiero tener las cosas seguras o mi vida planeada. Que si sólo voy a vivir una vez quiero que sea lo más parecida posible a los sueños más psicodélicos de Dalí, Zappa, Tarantino y Cortázar.

Qué hermoso sentimiento.

Y luego me di cuenta que era ella, la voz: el espíritu navideño. Me atrapaste de nuevo... y cada año será igual al anterior en ese sentido. 
Sólo espero romper unos cuantos nuncas este año y que cuando lea esto el año que viene no me sienta tan estúpido como me siento ahora.

Feliz año nuevo.


Alonso Hernández Dauajare

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